Artimañas. Pequeñas traiciones.
Fue (o será, quién sabe, esta información no me ha sido develada) en una paqueta confitería de Almagro, un día de un fin de semana. El aire es del color del borde de los tréboles diminutos de los prados de Islandia. Por la vidriera se ve un camarero apurado sirviendo lemon pies (estimado lector, si Vd. incurre en el atrevimiento de leer esto en voz alta, por favor no hesite en decir "lemonpáies", por favor, pues de lo contrario me enojaré mucho).
El hombre espera en una esquina como si no esperase. Es un veterano de las esperas. Pero, ya ven, hasta un niño se da cuenta que espera a alguien. No a algo. A alguien, y no hay un atisbo de duda de que espera esperanzado. Ese alguien no vendrá. Hombreyá, coñoyá, le dijeron que no iría, pero aún así espera. Dentro de la confitería, hay un grupo de gente enfervorizada mostrándoSe tal como es, o sea absolutamente insulsos, superficiales, baladíes. Fútiles. Cada cual construirá su propa realidad alternativa (eufemismo por sucia mentira) y se irá a casa. Y él, espera. No, no es digno de lástima. Ni mucho menos.
Esperar es un acto voluntario, consciente y honesto. Y digno. Nada de lástimas.
No hay lástima porque si por él fuera, iría ahí, dentro en ese cónclave de freaks y metería un dedo regordete en el lemon pie aún sin estrenar y lo revolvería hasta llegara a la pegajosa y ácida capa de crema de limón; y, luego de eso no se chuparía el dedo, no... se lo limpiaría con el borde de la mesa, y si es posible lo sacudiría para intentar alcanzar a alguien con alguna esquirla de ese merengue pringoso y delicioso.
Y todos lo mirarían como si fuera un loco, y a él le encantaría la sensación de poder que eso implica. Pero no, no se mete en la confitería llena de viejas hipercargadas de maquillaje y pendientes pesados.
Y pulseras con dijes que se van coleccionando con cada aniversario, prueba física del aburrido paso del tiempo.
No. Espera y cree que vendrá, aunque sepa que no vendrá. Espera y piensa que en algún momento de la charla, como quien no quiere la cosa, le recordará que la vez pasada él dijo "al pairo", y ella supo que era una palabra marinera, y ambos sonrieron y él le mentó a Salgari, que en realidad era Wells, lecturas de adolescentes desaforados, y...
Y él encontraría el hueco para hacer su discurso de las palabras marineras en el español americano, y le hablaría de zafarrancho, que ahora es "destrozo", o "pelea", pero que en el idioma naval era la acción de limpiar todo, y dejarlo listo para una actividad. Y de abarrotar, que hoy es llenar algo, pero que entonces era simplemente asegurar la carga a través de abarrotes que eran pequeños fardos. Y bajío, y chicote, y chinchorro, y flete. Y por supuesto, la palabra marearse, que ahora se aplica dentro y fuera del agua.
Pero ella ha dicho que no vendría.
Y luego de un rato, se irá, convencido de que ha cumplido con su deber, no se sabe qué misterioso deber, pero él lo cree así, y así está bien.
Y, como en las películas -por fin una vez las cosas pasan como en las películas- cuando él va andando despacio, sin pisar las junturas de las baldosas, siente un chistido, y está ahí ella, a veinte metros. con su campera de cuero negra, y su suéter verde oscuro, y el pelo suelto, y sonríe. Por dios, por todos los benditos dioses del Asgarth, cómo se detiene el mundo cuando sonríe. Ella está mucho más allá de él, y no importa. Nada importa. Es su amiga.
Suya, de él. Y de nadie más. Y se van a ver libros por ahí. El plan más erotizante jamás concebido.
Esa tarde de fin de semana cuya datación se me ha negado, -por lo tanto no sabemos si pasa, pasó o pasará-, ellos caminaron (o caminarán) hablando de lenguajes subliminales, de fonemas, de Umberto Eco, de música, de las vidas mutuas, y se mancharon (o se mancharán) las manos de tierra, y de ese residuo único que sólo los libros viejos tienen y que es el producto de la inevitable corrupción del papel, de esa leve desintegración fruto de no tener unas manos que le engrasen las páginas.
Manos llenas de moho, de polvo de dios. Porque los libros atraen el polvo de dios.
Porque son el fruto de la creación.
Y él, que se habrá tomado la precaución de haber cobrado antes, le comprará (o le ha comprado) un libro ajado pero rozagante sobre las minucias del lenguaje. Y a ella no le gustará (o no le ha gustado) porque -según manifesta a voz en cuello- estos libros son para snobs, para gente que quiere restregarle a los otros su cultura, un libro para pedantes.
Y sin embargo se lo queda (o se lo quedó, o se lo quedará) y lo aprieta (o lo apretó, o lo apretará) contra su pecho, y le dice (o le dijo, o le dirá) que no es justo, que ella no tiene plata para regalarle nada a él.
Y él le dice que no importa, que elija ella algo para regalarle y él se lo compraba a sí mismo; y que la próxima vez harían lo propio cuando ella cobre (de esa manera él se aseguraría de una próxima vez: es así la vida en este mundo insano absolutamente provisorio tejido con babas del diablo, pero a él le encanta este nuevo mundo infinitamente más atractivo que la rutina fija con poxiranes).
Y ella sonríe y le elige un libro de Poe en una edición un tanto basta, un poco berreta, pero no importa porque allí está el Cuervo, ese increíble y maravilloso Cuervo. Y él también abraza ese libro barato y azul (¿a quién se le ocurre hacer las tapas de un libro de color azul? Un libro debe ser blanco, o negro, o marroncito, u ocre, incluso violeta; pero jamás azul. A ver quién se atreve a hacer un libro con tapas verdes como ese cuaderno-libro que él atesora, y que ahora, recién ahora, siente que le pertenece. Él sería capaz de retarlo a duelo. Y morir defendiendo los colores de ese libro-cuaderno.)
Abraza ese libro azul como lo hizo una vez con otro hace pocos días (o lo hace, o lo hará) , y necesita oir la respiración de ella, y la abraza (o la abrazó, o la abrazará) a ella, y se miran, alegres.
Él la acompaña a la parada del micro (maravillosa palabra que conlleva subjetividades y pequeñeces, que por ahora son todo a lo que puede aspirar, a pequeños grandes momentos como este), y fuman en silencio.
Pero ya ves, la vida nunca pasa como en las películas.
Entonces, en realidad, él no mete el dedo en el lemon pie, ni se encuentra con ella y compran libros, ni la acompaña a la parada del 86- Él se va solo, caminando sin pisar las junturas de las baldosas, y murmurando...
" Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary..."
Fue (o será, quién sabe, esta información no me ha sido develada) en una paqueta confitería de Almagro, un día de un fin de semana. El aire es del color del borde de los tréboles diminutos de los prados de Islandia. Por la vidriera se ve un camarero apurado sirviendo lemon pies (estimado lector, si Vd. incurre en el atrevimiento de leer esto en voz alta, por favor no hesite en decir "lemonpáies", por favor, pues de lo contrario me enojaré mucho).
El hombre espera en una esquina como si no esperase. Es un veterano de las esperas. Pero, ya ven, hasta un niño se da cuenta que espera a alguien. No a algo. A alguien, y no hay un atisbo de duda de que espera esperanzado. Ese alguien no vendrá. Hombreyá, coñoyá, le dijeron que no iría, pero aún así espera. Dentro de la confitería, hay un grupo de gente enfervorizada mostrándoSe tal como es, o sea absolutamente insulsos, superficiales, baladíes. Fútiles. Cada cual construirá su propa realidad alternativa (eufemismo por sucia mentira) y se irá a casa. Y él, espera. No, no es digno de lástima. Ni mucho menos.
Esperar es un acto voluntario, consciente y honesto. Y digno. Nada de lástimas.
No hay lástima porque si por él fuera, iría ahí, dentro en ese cónclave de freaks y metería un dedo regordete en el lemon pie aún sin estrenar y lo revolvería hasta llegara a la pegajosa y ácida capa de crema de limón; y, luego de eso no se chuparía el dedo, no... se lo limpiaría con el borde de la mesa, y si es posible lo sacudiría para intentar alcanzar a alguien con alguna esquirla de ese merengue pringoso y delicioso.
Y todos lo mirarían como si fuera un loco, y a él le encantaría la sensación de poder que eso implica. Pero no, no se mete en la confitería llena de viejas hipercargadas de maquillaje y pendientes pesados.
Y pulseras con dijes que se van coleccionando con cada aniversario, prueba física del aburrido paso del tiempo.
No. Espera y cree que vendrá, aunque sepa que no vendrá. Espera y piensa que en algún momento de la charla, como quien no quiere la cosa, le recordará que la vez pasada él dijo "al pairo", y ella supo que era una palabra marinera, y ambos sonrieron y él le mentó a Salgari, que en realidad era Wells, lecturas de adolescentes desaforados, y...
Y él encontraría el hueco para hacer su discurso de las palabras marineras en el español americano, y le hablaría de zafarrancho, que ahora es "destrozo", o "pelea", pero que en el idioma naval era la acción de limpiar todo, y dejarlo listo para una actividad. Y de abarrotar, que hoy es llenar algo, pero que entonces era simplemente asegurar la carga a través de abarrotes que eran pequeños fardos. Y bajío, y chicote, y chinchorro, y flete. Y por supuesto, la palabra marearse, que ahora se aplica dentro y fuera del agua.
Pero ella ha dicho que no vendría.
Y luego de un rato, se irá, convencido de que ha cumplido con su deber, no se sabe qué misterioso deber, pero él lo cree así, y así está bien.
Y, como en las películas -por fin una vez las cosas pasan como en las películas- cuando él va andando despacio, sin pisar las junturas de las baldosas, siente un chistido, y está ahí ella, a veinte metros. con su campera de cuero negra, y su suéter verde oscuro, y el pelo suelto, y sonríe. Por dios, por todos los benditos dioses del Asgarth, cómo se detiene el mundo cuando sonríe. Ella está mucho más allá de él, y no importa. Nada importa. Es su amiga.
Suya, de él. Y de nadie más. Y se van a ver libros por ahí. El plan más erotizante jamás concebido.
Esa tarde de fin de semana cuya datación se me ha negado, -por lo tanto no sabemos si pasa, pasó o pasará-, ellos caminaron (o caminarán) hablando de lenguajes subliminales, de fonemas, de Umberto Eco, de música, de las vidas mutuas, y se mancharon (o se mancharán) las manos de tierra, y de ese residuo único que sólo los libros viejos tienen y que es el producto de la inevitable corrupción del papel, de esa leve desintegración fruto de no tener unas manos que le engrasen las páginas.
Manos llenas de moho, de polvo de dios. Porque los libros atraen el polvo de dios.
Porque son el fruto de la creación.
Y él, que se habrá tomado la precaución de haber cobrado antes, le comprará (o le ha comprado) un libro ajado pero rozagante sobre las minucias del lenguaje. Y a ella no le gustará (o no le ha gustado) porque -según manifesta a voz en cuello- estos libros son para snobs, para gente que quiere restregarle a los otros su cultura, un libro para pedantes.
Y sin embargo se lo queda (o se lo quedó, o se lo quedará) y lo aprieta (o lo apretó, o lo apretará) contra su pecho, y le dice (o le dijo, o le dirá) que no es justo, que ella no tiene plata para regalarle nada a él.
Y él le dice que no importa, que elija ella algo para regalarle y él se lo compraba a sí mismo; y que la próxima vez harían lo propio cuando ella cobre (de esa manera él se aseguraría de una próxima vez: es así la vida en este mundo insano absolutamente provisorio tejido con babas del diablo, pero a él le encanta este nuevo mundo infinitamente más atractivo que la rutina fija con poxiranes).
Y ella sonríe y le elige un libro de Poe en una edición un tanto basta, un poco berreta, pero no importa porque allí está el Cuervo, ese increíble y maravilloso Cuervo. Y él también abraza ese libro barato y azul (¿a quién se le ocurre hacer las tapas de un libro de color azul? Un libro debe ser blanco, o negro, o marroncito, u ocre, incluso violeta; pero jamás azul. A ver quién se atreve a hacer un libro con tapas verdes como ese cuaderno-libro que él atesora, y que ahora, recién ahora, siente que le pertenece. Él sería capaz de retarlo a duelo. Y morir defendiendo los colores de ese libro-cuaderno.)
Abraza ese libro azul como lo hizo una vez con otro hace pocos días (o lo hace, o lo hará) , y necesita oir la respiración de ella, y la abraza (o la abrazó, o la abrazará) a ella, y se miran, alegres.
Él la acompaña a la parada del micro (maravillosa palabra que conlleva subjetividades y pequeñeces, que por ahora son todo a lo que puede aspirar, a pequeños grandes momentos como este), y fuman en silencio.
Pero ya ves, la vida nunca pasa como en las películas.
Entonces, en realidad, él no mete el dedo en el lemon pie, ni se encuentra con ella y compran libros, ni la acompaña a la parada del 86- Él se va solo, caminando sin pisar las junturas de las baldosas, y murmurando...
" Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary..."
6 murmullo(s):
Me encantó....es un relato rico en palabras, detalles, aromas, colores, sensaciones...fue maravilloso leer cada párrafo.
No se como llegaste a mi blog, pero fue una gran sorpresa al leer este post, q al comienzo al verlo tan largo desitía en leerlo.Pero algo llamó mi antención y tomé mi tiempo para leer y saborear cada oración.
Felicitaciones.
Pasaré por aqui para leerte.
Cariños y buen finde
Hola, te dejé una respuesta en lo de mi amiga Desbrújula (espero no te enojes).
Pasé por tu blog y la verdad es súoer interesante. Lo voy a leer desde el principio para ver de que va.
saludos.
Mmmmmmm, me voy a comer un lemonpai!
Gracias por tu visita!
Kisses for you,
STEKI.
Mmmmmmm, me voy a comer un lemonpai!
Gracias por tu visita.
Kisses for you,
STEKI.
(no se guardó el mensaje anterior)
"Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal; sólo eso y nada más."
eva
Nevermore...
Me acabo de zampar tres textos tuyos para merendar.
Qué bien narras.
Te voy a poner el favoritos para no perderte la pista.
A pleasure.
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